LA INMACULADA: LO QUE SOMOS ES INOCENCIA
Copiado íntegramente del
original de la web
de Enrique
Martínez Lozano, en este enlace:
http://www.enriquemartinezlozano.com/semana-29-de-noviembre-la-inmaculada-lo-que-somos-es-inocencia/
El dogma
de la Inmaculada Concepción fue proclamado por el Papa Pío IX, en la Bula Ineffabilis Deus, el día 8 de diciembre de 1854. En él
se sostiene que María, a diferencia del resto de los seres humanos, no se vio
alcanzada por el pecado original, por lo que fue “Inmaculada” (“sin mancha”)
desde el mismo momento de su concepción.
Más allá
de la polémica acerca de la proclamación de un dogma para el que no parecía
haber apoyo bíblico (evangélico), lo que se logró fue enfatizar la “doctrina
del pecado original” y subrayar su lectura mítica, en clave de culpa y
expiación.
Indudablemente,
la piedad mariana siempre ha tendido al exceso. Lo cual es comprensible porque
toca fibras especialmente sensibles para el ser humano, aquellas que hacen
referencia a la figura de la madre: ¿quién no ensalzaría a su madre por encima
de cualquier otra persona? Sin embargo, el hecho de presentar a María como
objeto de especiales prerrogativas no logró sino “alejarla” de la realidad
humana y reducir su figura a lo que podía verse desde un paradigma premoderno y
un nivel mítico de consciencia. De ese modo se llegaron a conclusiones que hoy
nos parecen completamente irrelevantes, cuando no inasumibles. Veamos, en
primer lugar, cómo se presentaba el dogma y, a continuación, por qué resulta
hoy irrelevante.
La
doctrina católica –aunque no fuera estrictamente bíblica-, fundamentada en la
teología de san Agustín, afirmaba que Adán y Eva, entendidos como personajes
históricos, los “primeros padres” de toda la humanidad, cometieron un pecado de
desobediencia a Dios, por lo que fueron castigados en ellos mismos y en todos
sus descendientes: esta es la conocida como “doctrina del pecado original”.
Todo ser
humano nacía ya con ese pecado. De ahí que se presentara el bautismo como
requisito imprescindible para liberarse del mismo, hasta el punto de que, cuando
un niño moría sin bautizar, no podía participar de la gloria de Dios (“ir al
cielo”), sino que era destinado a un lugar denominado “limbo”.
¿Qué
habría sucedido con María? En ella, según la proclamación dogmática, se produjo
una excepción, que se argumentaba diciendo que la “mancha” (culpa) del pecado
original le habría sido quitada “en previsión de los méritos de
la muerte de su Hijo”. Es decir, el dogma de la Inmaculada aparecía
enmarcado en la clave expiatoria en la que se había entendido el “pecado
original”: culpables ante Dios por el pecado de “nuestros primeros padres”, no
tendríamos acceso a la salvación sino gracias a los méritos de la muerte de
Jesús en la cruz, que habría expiado nuestro
pecado y nos habría redimido,
devolviéndonos la amistad de Dios.
No es
difícil advertir hasta qué punto toda esa doctrina chirría en la consciencia
contemporánea. El motivo es simple: se había entendido de forma literal lo que solo era un mito. Pero es
precisamente esa lectura la que hoy resulta, no solo irrelevante, sino
insostenible.
Es
insostenible no solo porque da por supuesta la imagen de
un Dios irascible y vengativo, capaz de condenar a todos los humanos
por un pecado, en rigor, “ajeno”; que habría necesitado la muerte de su propio
Hijo para calmar su honor herido; que no podía reconocer como hijos a quienes
no hubieran sido bautizados… Más aún: un Dios que, pudiendo habernos concedido
a todos el mismo “privilegio” que le otorgó a María, sin embargo no lo hizo.
¿No estamos, en realidad, ante una caricatura antropomórfica de la
divinidad –fruto de la proyección de la mente- que chirría de
manera estrepitosa?
Pero
aquel dogma resulta insostenible, no solo por la imagen de Dios que
(tácitamente) transmite, sino porque se apoya en algo que nunca existió: el
llamado “pecado original”. Fue solo un mito –muchas culturas conocen el mito
del “paraíso perdido”-, que san Agustín y, con él, la teología católica elevó a
un hecho histórico y adornó con todas las características con las que habría de
llegar hasta el catecismo de la Iglesia.
Sin
embargo, la Iglesia es reacia a admitir la no historicidad del llamado “pecado
original” porque teme que se venga abajo toda su doctrina acerca de la
expiación y, por extensión, sea cuestionada de raíz la obra salvífica de Jesús.
Porque si no hubo pecado, ¿qué necesidad hay de salvación del mismo?
Sin duda,
todo esto obligará a un replanteamiento en profundidad
de los contenidos de la fe cristiana. Personalmente, tengo la
certeza de que con ello, no solo no tiene por qué perderse nada valioso, sino
que todo puede resultar enriquecido. Será el camino para salir de las creencias –el “mapa” propio de una
religión- y anclarnos en la certeza –o
“territorio”- que compartimos con todos los seres. El mapa es algo que tenemos; el territorio es lo que somos. (Sobre todo ello, puede verse lo que he escrito
en: Cristianos más allá de la religión. Cristianismo y no-dualidad,
PPC, Madrid 22015).
Por lo
que se refiere a la cuestión que estamos tratando, reconocer la no historicidad del paraíso y del pecado original no
significa negar la validez del mito, cuando lo leemos, no de un modo
literal, sino simbólico. Del mismo modo, también el dogma de la Inmaculada
Concepción es susceptible de una lectura simbólica,
cargada de contenido: en María se afirma lo que es cierto para todos nosotros. En nuestra verdad identidad, somos inmaculados, limpios,
inocentes… Cada ser humano funciona como
puede, sufre cuando cree ser el yo (ego) separado –este es realmente el “pecado
original”, en cuanto origen de toda
confusión y sufrimiento-, pero realmente es inocencia,
porque es Vida. De ahí que, cuando un cristiano celebra a María Inmaculada, en
ella se ve reflejado, junto con todos los seres. El dogma de la Inmaculada Concepción
habla de todos nosotros: eso es lo que realmente somos.
Esta
entrada fue publicada en Materiales el 29-noviembre-2015 por Enrique Martínez Lozano.
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