martes, 4 de septiembre de 2018


¿Por qué no confiamos?

  «Toma la vara y reúne a la asamblea. En presencia de ésta, tú y tu hermano le ordenarán a la roca que dé agua. Así harán que de ella brote agua, y darán de beber a la asamblea y a su ganado.»
Tal como el Señor se lo había ordenado, Moisés tomó la vara que estaba ante el Señor. Luego Moisés y Aarón reunieron a la asamblea frente a la roca, y Moisés dijo: « ¡Escuchen, rebeldes! ¿Acaso tenemos que sacarles agua de esta roca?» Dicho esto, levantó la mano y dos veces golpeó la roca con la vara, ¡y brotó agua en abundancia, de la cual bebieron la asamblea y su ganado!
El Señor les dijo a Moisés y a Aarón: «Por no haber confiado en mí, ni haber reconocido mi santidad en presencia de los israelitas, no serán ustedes los que lleven a esta comunidad a la tierra que les he dado.» 


Este pasaje, a mí siempre me ha dado que pensar y lo veo de manera simple, sin meterme en laberintos teológicos, simplemente lo veo, como que queremos ser nosotros los que hacemos las cosas, sin pensar que las causas primeras, como enseñaba Santo Tomás, están por encima de los sucesos y nosotros, poco podemos hacer. Somos meros agentes y nada más.
Esta reflexión tan simple, nos lleva mucho más lejos, hasta nuestro comportamiento en la vida y nuestra forma de actuar, incluso en nuestras carreras profesionales, tanto si nos movemos con arrogancia y prepotencia, como si actuamos con falsa humildad. Nos olvidamos de la “causa primera”, que no es sólo causa, sino que es Amor incondicional, que no pretende contabilizar nuestros logros, ni nuestros fallos. Que somos trabajadores de la viña, independientemente de la hora que hayamos ido a trabajar y no nos vamos a quedar sin salario. El Padre/Madre es generoso/a y no solamente nos espera, sino que nos busca; pero nosotros más veces de la cuenta, no nos dejamos encontrar, pues estamos ocupados “en golpear la roca dos veces” y esperar que brote el agua, sin darnos cuenta que el agua no brota, porque nosotros hayamos golpeado la roca, sino porque “la causa primera” la ha llevado hasta allí.
Una frase, que se atribuye a Cicerón es “causa causarum miserere mei” (Causa de las causas, ten piedad de mi)  dicen que en el lecho de muerte. No lo sé cuándo lo dijo; pero lo cierto es que “la causa de las causas”, es decir la cusa primera, está teniendo piedad, de mí en todos los momentos de mi vida, es el Padre amoroso, que me abraza; pero yo ando perdido, lejos de casa, como el hijo menor de la parábola de Lucas, o en la casa, pensando que sin mí no sale a flote la hacienda, como el hijo mayor, sin darnos cuenta que es el padre, quien cohesiona todo y que nos está esperando. Por eso no confiamos.
Todo esto se me ha ocurrido, al estar leyendo ahora, el magnífico libre de Henri J. Nouwen “El regreso del hijo pródigo” Ed. PPC. Es un diamante de mil caras ese libro, que no puede resumirse en una entradilla de un blog, como este. Sin embargo pinceladas como esta si es posible meditar.
Entre las páginas 116 y 117,  del citado libro, está este magnífico apartado, que añado al final de la reflexión:


Un amor primero y para siempre
“Durante mucho tiempo consideré la baja autoestima una virtud. Me habían prevenido tanto contra el orgullo y la presunción que llegué a considerar que despreciarme era algo bueno. Pero ahora me he dado cuenta de que el verdadero pecado es negar el amor de Dios hacia mí, ignorar mi valía personal. Porque sin reclamar este primer amor y esta valía, pierdo el contacto con mi verdadero yo y comienzo a buscar en lugares equivocados lo que sólo puede encontrarse en la casa del Padre.
No creo que esté sólo en esta lucha por reclamar el amor primero de Dios hacia mí y mi propia valía. Detrás de mucha de la competitividad y rivalidad humana; detrás de tanta confianza en uno mismo y de tanta arrogancia, a menudo se esconde un corazón inseguro, mucho más inseguro de lo que uno se imagina. Siempre me ha impresionado encontrar a hombres y mujeres con un talento indiscutible y con grandes compensaciones por sus logros, que dudan de su propia valía. En vez de considerar sus éxitos signos de su belleza interior, los viven como un encubrimiento de su baja estima personal. No pocos me han confesado: la gente supiera lo que hay en lo más profundo de mí mismo, dejarían de aplaudirme y de alabarme.
Recuerdo muy bien la conversación que mantuve con un joven querido y admirado por todos. Me contó cómo un pequeño comentario hecho por uno de sus amigos le hizo caer en el abismo de la depresión. Según me dijo, lloraba constantemente y su cuerpo se retorcía de angustia. Sentía que su amigo había roto sus muros defensivos y que le había visto tal y como era: un hipócrita, un hombre despreciable tras su brillante armadura. Al oír su historia me di cuenta de lo infeliz que había sido a pesar de la envidia que despertaba en los demás por sus dones. Durante años se había hecho estas preguntas: Y cada vez que subía un peldaño más en la escalera del éxito pensaba:
Éste es un ejemplo de cómo vive mucha gente; nunca están completamente seguros de que se les quiere tal y como son. Muchos tienen historias terribles que explican el bajo concepto que tienen de sí mismos: historias sobre padres que no les dieron lo que necesitaban, sobre profesores que les maltrataron, sobre amigos que les traicionaron, sobre una Iglesia que les dejó en un momento crítico de sus vidas.
La parábola del hijo pródigo es la historia que habla del amor que ya existía antes de que cualquier rechazo y que estará presente después de que se hayan producido todos los rechazos. Es el amor primero y duradero de un Dios que es Padre y Madre. Es la fuente del amor humano, incluso del más limitado. Toda la vida y predicación de Jesús estuvo dirigida a un único fin: revelar el inagotable e ilimitado amor materno y paterno de su Dios y mostrar el camino para dejar que ese amor dirija nuestra vida diaria. En este cuadro, Rembrandt refleja este amor de forma muy clara. Es el amor que siempre da la bienvenida a casa y que siempre quiere celebrarlo.”


No hay comentarios:

Publicar un comentario